lunes, enero 07, 2008

Solía adorar la lluvia, las calles inundadas, la inclemencia de la naturaleza; eran cosas que me parecían asombrosas. Me gustaba caminar bajo las gotas frías, mojarme los zapatos cruzando charcos, llegar a casa con el cabello y la ropa escurriendo tranquilidad, desvestirme y meterme a las cobijas a ver la televisión, escribir o simplemente contemplar el cielo ficticiamente estrellado de mi habitación.
Solía amar el cielo nublado, la melancolía, el olor a tierra mojada, la ciudad me parecía más limpia, la gente más natural, me gustaba ver como se formaban arroyos a orillas de las banquetas, subir al camión con los pies llenos de lodo y sentarme en asientos mojados por otros.
Solía amar los paraguas -aunque nunca use uno-, quitarme los zapatos mojados al llegar al trabajo y tomarme una taza de café mientras ordenaba las notas del día.
Solía ser una persona feliz aún en épocas tristes.
Ahora soy simplemente una persona más, que evita mojarse los zapatos al bajarse del auto, que no camina hasta que pare la lluvia; una persona más, de todas esas que ven solo el caos vehicular, la mala condición de las calles, las goteras, el cielo nublado y que únicamente siente el frio.
Al subirme al auto y conducir los 20 minutos de camino hacia mi trabajo, bajo un cielo bellísimamente nublado y las finas gotas de lluvia que caen sobre el parabrisas no logro hacer que mi corazón exprese un ligero sentimiento de tranquilidad y me resigno a acompañar con lágrimas la lluvia de la tarde esperando que limpie un poco la ceniza que invade mi alma.